jueves, 27 de diciembre de 2012

LEJANAS



LEJANAS

Por: Eliana Soza Martínez

Los últimos rayos de sol no llegaron a tocarme, seguro que huyeron de la nube negra que me había seguido durante tanto tiempo que ya no me acuerdo el primer día que la sentí sobre mí. La tarde estaba tranquila, sólo una leve brisa movía las hojas de los árboles, me recordaba a los días en los que no tenía preocupaciones y podía sentarme en una banca del parque a disfrutar del  canto de los pájaros sin pensar en nada desagradable.

A pesar de un ambiente cálido, el ocaso me pareció triste, como si con el sol se fuera algo muy querido, o tal vez algo muy añorado; veía el horizonte y lo sentía sombrío, las nubes a mi alrededor formaban imágenes obscuras que daban la impresión de presagiar mayores desventuras, tal vez por eso sentía que el trinar de los pájaros despidiendo otro día más no era el mismo.

La gente que pasaba a mi lado, ni siquiera me miraba, era como si no existiera para nadie. Debo admitir que eso, de cierta forma me complacía, ser sólo un fantasma en medio de la muchedumbre, tan libre y transparente para poder observar la vida de los demás y deleitarme con su felicidad, que nunca sería completamente mía.

Pero todas estas sensaciones no podían borrar la presión en mi corazón, y la confusión en mi mente al imaginar la cara que pondría María cuando le contara lo que había hecho antes de conocerla, antes de saber siquiera que existía. No borraban la imagen en mi cabeza de la sentencia que sentiría al ver sus lágrimas que caerían lentamente por sus hermosos ojos color miel, ni sus labios que aprisionarán un reproche.

Después de decirle todo, tendría la necesidad imperiosa de quedarme solo. Por eso tendría que salir corriendo como un loco de su casa y venir a esconderme aquí, donde puedo ver el ocaso y escuchar a los pájaros, deseando que su canto no me deje escuchar mis propios pensamientos, ni recordar todas las voces de mis culpas. Donde puedo vivir, de nuevo, la vida de otros, de ésos que se besan como si fuera su último día en la tierra, de aquellos que comparten un helado entre dos porque no les alcanza para el segundo, pero que es el más delicioso del mundo; de los que se toman la mano y se quedan viendo la gente pasar como si el mundo les perteneciera, o de aquellos que leen su texto para aprobar un examen, que será el comienzo de una vida exitosa.

Esto es algo que vengo haciendo desde siempre, desde mucho antes de conocer a María y mucho antes también de haber hecho aquello que ella, ahora, no podría entender, ni perdonar. Era ese juego macabro el que marcaría mi destino: desear la vida de otros porque la mía estaba destruida o porque siempre la sentí sin sentido, nunca completamente mía.  

Siempre venía al parque porque me encantaba ver todos estos rostros felices paseando por un paraíso de árboles, que a través de sus diferentes caminos formaban un hermoso sendero hacia un futuro próspero; manos entrelazadas de enamorados viviendo un amor de novela que duraría por siempre; gente mayor disfrutando lo que le quedaba de una vida exitosa, llena de triunfos que nunca debieron robárselos a nadie.

Pero no puedo evitarlo, a pesar de lo que María y los demás piensen sobre mí, todavía me queda, en el fondo, una dulce satisfacción por mis acciones, aunque el mundo me enjuicie y castigue por siempre, al volver sobre mis pasos aún me queda el sabor exquisito de la venganza.

No estuvo en mi mente planear lo que hice, nadie puede decir que fue premeditado, nunca se me hubiera ocurrido hacerlo antes de ese fatídico lunes; antes de ese maldito día había decidido perdonarlo todo, seguir siendo sólo un espectador y no el protagonista. No me hubiera imaginado nunca que tendría el valor para hacerlo, mi carácter es totalmente distinto al que reflejan aquellos hechos. Ni siquiera los detalles parecen tener mi marca.

Pero admitámoslo, estas cosas son así, los culpables siempre dicen ser inocentes y al final son crucificados por la sociedad, aquella intachable sociedad, cuyos más reconocidos personajes, si no existieran castigos tan severos, hubieran hecho lo que ahora juzgan.

Mi suerte, al principio, fue hacerlo cuando nadie lo esperaba, ni siquiera Alejandra. Mi dulce Alejandra… Aquella mujer que me había enseñado el sabor del amor en un tierno beso, la que encendió mi deseo con una mirada y la que luego me engañó con una sonrisa en el rostro. Ahora que la recuerdo siento lástima por ella, nunca debió imaginar que nuestro gran amor terminaría de esta forma, tampoco debió sospechar que yo sería capaz de hacer algo así.

Todavía recuerdo el fatídico lunes, cuando empecé a sentir este dolor insufrible en mi pecho y en mis entrañas y que sólo se esfumó después de hacerlo. Esa tarde, el calor era insoportable y más después de esperar dos horas, a que ella saliera, bajo una exigua sombra que daba el árbol que se encontraba en la esquina de su casa. Minuto a minuto sentía como se iba mojando, de apoco, la camisa con la que estaba vestido, no sólo por el calor sino por la excitación de verla nuevamente.

Cuando por fin salió se veía tan fresca, como si un halo de hielo conservara su maquillaje, llevaba puesto un vestido impecable que acentuaba su figura, ese hermoso cuerpo que un día fue mío. Las manos me temblaban, y estaban húmedas de sudor. Por un momento quise desistir, alejarme y dejarla ir al encuentro con aquel tipo que la esperaba en una café cercano. Pero desde mis entrañas un volvió ese extraño dolor que se apoderó de mí, un dolor que me exigía terminar con todo.

Esperé que se alejara de su puerta, no era conveniente que alguien me viera, la seguí caminando hasta que cruzó un pequeño callejón a dos cuadras de su casa, la tomé del brazo y le tapé la boca con mi pañuelo. Ella pensó que sólo quería rogarle de nuevo, pero cuando estuvimos frente a frente, mi mano derecha, todavía húmeda, como si tuviera conciencia propia tomó las llaves del bolsillo de mi pantalón y con un golpe certero abrieron un enorme y profundo surco en aquel lozano rostro.

Aquellas malditas llaves llenas de sangre mancharon todo, mi pantalón, mis manos, el pañuelo que usé para tocar su hermosa boca.Después de eso recuerdo muy poco, sólo mi agitación y los latidos muy rápidos de mi corazón que no me dejaban escuchar los gritos pidiendo ayuda; el sudor escurriéndose de mi rostro y cuerpo, las calles borrosas como si tuviera lago en los ojos. No consigo recordar por cuál ruta llegué a mi cuarto, ni cuánto tiempo tardé en llegar, sólo se repetía en mi mente el recuerdo de la sonrisa sarcástica de Alejandra cuando me decía que ya nunca más volvería a mi lado.

Después de un largo sueño, los golpes y gritos en mi puerta, los empujones de los policías y la maldita comisaría, con varios agentes haciendo preguntas que me confundían más aún, que cómo conocía a la víctima, que si había tenido la intención de robar o violarla, que por qué no tenía carné de identidad. Luego el encuentro con Alejandra en los tribunales, y su declaración afirmando que nunca antes me había visto, que no entendía por qué la había lastimado y mi abogado interponiendo la declaración de un psiquiatra, que hablaba con palabras complicadas; pero Alejandra tan lejana, sin siquiera regalarme una mirada; declarando que el único novio que tuvo se llamaba Eduardo y que después de una pelea se fue de la ciudad. Claro la pelea cuando me engañó y todos diciendo que mi nombre no era Eduardo, que mi nombre era Juan, que no estudiaba en la universidad, que no tenía dinero y que nunca me habían visto con Alejandra.

Después de eso los interminables meses en aquel Instituto, en ese cuartucho que no tenía si quiera rejas, que transpiraba humedad y que debía compartir con un viejo hediondo y loco, que se la pasaba cantando tan fuerte como si nadie más estuviera en el mismo cuarto.

Pero después de todo ese infierno, de nuevo el parque y luego María, la suave María… aunque a veces también lejana, también fingiendo no ser mía…

1 comentario:

Javier Aranibar Córdova dijo...

Lindos trabajos, da gusto leerlos, felicitaciones