lunes, 17 de marzo de 2014

ENCUENTRO



Por Eliana Soza Martínez
Hice el amor muchas veces, también tuve sexo; pero el estremecimiento de mi cuerpo, días después,  al recordar nuestro encuentro nunca me había pasado. Sentir a mi cuerpo erizarse, como cuando él me tocó por primera vez; recordar vívidamente la suavidad de sus labios y la intensidad de su amor en aquel acto, que para mí fue eso, hacer, construir ese amor, tal vez efímero, pero eterno a la vez.
Y después del encuentro piel a piel, el encuentro de almas, los dos desnudos abrazándonos, besándonos tiernamente como si nos conociéramos de antes, de siempre, como si nuestra historia fuera antigua, llena de detalles construidos que nos llevaran hasta ese momento.
Era un hombre extraño, tan intenso y cálido en la intimidad y tan lejano y frío fuera de ella. Es cierto, yo no podía exigirle nada, pues nada nos habíamos prometido y a pesar de aquel encuentro inolvidable e indescriptible, él tenía una vida y yo otra, lejanas, diferentes. Pienso que nuestros pasados pesaban más y nuestros corazones estaban atados ya a otros, unos terceros que no podían imaginarse aquel encuentro en el que por unas horas él y yo nos entregamos todo, en el que sólo existimos los dos, en el que poro a poro desafiamos al amor en un acto que parecía serlo.
Después, los nervios, el miedo, el presentimiento de que en verdad no había pasado; que después de encontrarnos en el parque y haber hablado tanto solo hubo una despedida amable y nada más. Y no ese caminar hasta su cuarto de hotel, con una excusa dudosa, a través de las calles, que se fueron transformando en cómplices de aquella aventura.
Y luego solo ese cuarto pequeño, vestido de él, con su equipaje, su aroma, su música y a pesar de estar sentada en su cama, sin creer todavía que iba a pasar. Luego, una conversación en la que sólo se emitían y escuchaban palabras inexactas, sin sentido porque la sangre, los cuerpos querían algo más. De pronto, el asalto de un beso, ese que propiciaría que nunca más nos separemos.
Justo a partir de ese beso, la batalla infinita, implacable de caricias, de labios, de piel, de gemidos, escuchando de fondo a Silvio cantándole al deseo. Y aquella repetición, de dos canciones hermosas, proporcionaba el ritmo perfecto al amor.
Aquellos ojos que penetraban mi alma, como lo hacía su cuerpo y la intensidad de su deseo me hacían temblar. Acariciar su espalda bajando hacia el sur de ese monumento encendía mucho más mi deseo, ese deseo de que esa tarde no acabara, de que esa pequeña cama nos cobijara para siempre, de que aquella luz tenue siguiera iluminando aquel encuentro, lejos del mundo, de la realidad.
Tantas horas, que parecieron segundos en sus brazos, tocando de vez en cuando una estrella para bajarla del cielo al corazón. Él sin dar un minuto de tregua, incansable, cálido, intenso. Yo embriagada de su amor, en llamas, deseando la eternidad.
Pero, como en un sueño, el llamado de la realidad me inquietó, me inundó de dudas, de culpas e inseguridades, pero la fantasía del universo creado en aquel cuarto era más fuerte que todo, entonces por encima de mis miedos disfrutar la intimidad más allá de los cuerpos, de los besos, de las caricias tiernas. Ese momento después, en el que todo trata de tener un sentido, una razón, un futuro; aquellas palabras que sin ser una promesa nos decían que fue más que piel y deseo, que se trató de un encuentro más profundo.
Pero sin saberlo, aquel vestirse apresuradamente, salir a hurtadillas del hotel escapando de las miradas curiosas, llegar a las frías calles de la ciudad, lejos del calor de aquel cuartucho que había cobijado nuestros cuerpos; nos iba a alejar, separar, para convertirnos en dos desconocidos. Sólo quedaría en mí aquel recuerdo, que se confundiría con un sueño, a pesar de que todavía, lograra erizar mi cuerpo, como nunca antes, un encuentro así, lo haya hecho.