VECINOS
Por: Eliana Soza Martínez
I
Los atardeceres siempre parecían iguales en nuestro barrio, el
sol iba abandonando poco a poco cada una de aquellas casas, como si dejara una
huella de un amarillo alegre en las paredes, que en algunos casos estaban recién
pintadas, otras todavía eran de adobe y otras sin siquiera un reboque que cubriera
sus miserias.
Algunos sonidos ya nos eran familiares, como el del vecino que
nunca terminaba de construir su casa, todos los días venía una máquina nueva
con un sonido estridente que ponía de punta nuestros nervios, pero también los
nervios de nuestras mascotas. Por eso, durante la tarde se podían escuchar
entremezclados, los dulces silbidos de pajaritos que siempre andaban por allí, con
aquellos sonidos espantosos acompañados por el ladrido de varias razas de
perros; algunos agudos como de cachorros con olor a leche y otros muy graves,
como el de un perro macho y macizo.
A esta orquesta de ruidos, de vez en cuando se añadían los niños
que vivían en el callejón de enfrente, aquel lugar que parecía ser tierra de
nadie porque nadie sabía con exactitud cuánta gente vivía allí y estos niños
andaban siempre descuidados como sino tuvieran a nadie quien los protegiera.
Por lo que siempre hacían lo que querían y también metían un bullicio infernal
cuando se les ocurría organizar sus campeonatos relámpago de fútbol en la
calle, no se cómo nunca tenían miedo de jugar en plena vía, pues en aquella
época era bastante transitada.
Todavía recuerdo aquellos pequeños rostros llenos de hambre y
dolor, pero todo sonrientes al imaginar que esa bola de hule era una pelota de fútbol
y que la calle se convertía en una hermosa cancha. Lo que más me causaba
ternura, porque desde pequeña yo había amado a los animales y sentía tener una
relación especial con estos seres, era la estrecha relación que tenían con sus
perros, que parecían ser los únicos que se preocupaban por ellos y por ende los
únicos que los amaban y resguardaban.
Todos los demás, parecíamos habernos acostumbrado a aquella
presencia, que alguna vez perturbó nuestras conciencias, pero que ahora veíamos
sin inmutarnos, siempre descalzos o sin abrigo en las noches más crudas del
invierno, con aquellos cuerpecitos tan delgados mostrando al mundo su hambre,
sin hacer nada por ellos, aunque nunca supe si alguien les había ofrecido ayuda,
alguna vez. Tal vez el doctor Gutiérrez que vivía junto a nosotros, aunque no
creo porque él tenía preocupaciones de mayor importancia, sus dos autos, sus
dos perros, sus dos hijos y quién sabe sus dos mujeres.
Este doctor era otro vecino singular en la cuadra, parecía que
era el que más dinero tenía, vestía bien, sus perros eran de raza y siempre
hacía fiestas, por lo menos dos veces al mes, ésas celebraciones que no me
dejaban dormir por el karaoke que se les ocurría cantar en la madrugada y que
se escuchaba tan nítidamente en nuestra habitación.
Nunca cruzamos palabra, a pesar de llevar, todas las noches, al
mismo parque a nuestros perros, Bodoque un mimado color miel de pelo corto, con
ojos color miel, que había sido hijo único de una perrita adoptada por mi mamá
y Gasparín, un “chapi” blanco adoptado por nosotros, que vivió en la calle
antes de conocernos; ambos carilindos, como decía Sergio, pero muy peleoneros
como aseguraba yo.
La única vez que tuvimos un contacto cercano fue aquella vez que
insistí a Sergio que avisara a nuestros vecinos que habían dejado las llaves
colgando en su puerta. Siempre veíamos al doctor cruzar el parque con sus dos
perros muy bien amaestrados, tanto que con un silbido de él acudían al instante
y no estaban de testarudos como los nuestros al cruzar la calle. Pasaron muchos
meses para tener a nuestros dos perros tan educados como los del doctor, el
primero nunca había aprendido porque vivió la mitad de su vida en la calle y el
otro por obstinado.
Lo que siempre me sorprendió y por eso mi hipótesis de la
segunda mujer, es que durante sus largos paseos, lo veía caminar siempre
hablando por celular, es algo que no me parecía normal. Claro que no siempre
nos encontrábamos, pero la vez que lo hacíamos estaba pegado a este artefacto.
No conocía a su esposa porque no salía muy a menudo, tal vez estaba enferma; a
diferencia de nosotros nunca escuchamos una discusión a través de nuestras
paredes contiguas, en cambio Sergio y yo gritábamos sin importarnos que
nuestros ilustres vecinos nos escucharan
En realidad lo que no perdonaba al Doctor, más por mi amor a la
belleza que mi intolerancia a la infidelidad, era que desperdiciara el hermoso
paisaje que regalaba el parque en aquellas noches limpias, en las que el cielo
parecía un cuadro pintado y la luna tan grande que creíamos que podíamos
tocarla con tan sólo levantar nuestras manos.
Sin embargo, al final de aquella temporada, ni siquiera nuestros
perros congeniaban, aunque al principio se habían hecho compañeros de juego, y
cada vez que los encontrábamos no querían separase, después de un tiempo ni se
olían, tal vez por el deseo de conocer nuevos amigos o porque no sabían que no
eran iguales; esto sumado a mi hipótesis de infidelidad hizo que tratáramos de
salir más temprano para no tener que verlos.
En cambio con el perrito que seguía a la del doctor, las
relaciones, desde el principio fueron más hostiles, si veía venir a nuestros dos
canes, no paraba de ladrar y más cuando se sentía apoyado por los perros del
callejón, que en ese entonces eran los dueños del barrio. El nombre del hostil era Coco y nunca
conocimos bien a la familia que vivía con él, tal vez porque supusimos que
tenían el mismo carácter.
Hubieron muchas contiendas entre los perros del barrio, aunque
nunca participaron de ellas los perros del doctor, para ellos no era correcto
mezclarse con sinvergüenzas ordinarios como los nuestros; en estas batallas
siempre ganaban los del callejón, primero porque eran una pandilla de más de 4
perros de todos los tamaños y tipos, segundo porque tenían la escuela de la
calle y tercero porque no tenían miedo a morir.
Después de aquellos altercados, algunas veces nuestros perros
desaparecían horas enteras porque no podían volver a casa, pues los niños del
callejón seguían jugando con sus perros en la calle y por tanto nadie peludo y
con cola podía cruzar ese paraje, debían esperar a que se despejara todo y
tocar la puerta o pedir a la vecina de enfrente, Doña Felicia, que lo hiciera
por ellos y lograr así que les abriéramos.
Ella lo hacía porque había aprendido a amar a los perros a la
fuerza, pues su única hija y compañera se había ido a España a estudiar y la
dejó con cuatro canes que rescató de la calle y que desde ese momento no
salieron más de su casa, eran perros que habían conocido el hambre y el frío y
que ahora vivían felices acompañando a una madre que añoraba el calor de su
niña.
Doña Felicia tenía un aire apacible, como de resignación, aunque
después de la partida de su hija la vejez fue más dura con ella, pintando su
cabello más rápido de lo natural, tengo la seguridad que los únicos que la
mantenían tan vital eran las mascotas que le había dejado su retoño; lo curioso
es que nunca los conocimos, porque cuando la hija vivía todavía en el barrio
los sacaba a pasear, pero nunca les pusimos atención, además en ese entonces
nosotros todavía no teníamos nuestros dos peludos hijos y cuando la muchacha se
fue nunca más volvieron a salir. Siempre me conmovió en amor maternal, me
parecía una fuerza tan grande que lo podía todo, pero también me causaba pánico
pensar que otro ser humano dependiera tanto de ti y que cualquier error que
cometieras en su vida, por muy insignificante, podía cambiar el rumbo de su
destino para siempre.
El indolente encierro también
era el destino del perro que tenía el dueño de la tienda que alquilaba en la
casa de la señora Felicia, era uno de esos ejemplares caninos, de pelo largo y
blanco, todo limpio que veía la vida pasar detrás de las rejas de la tiendita
de barrio sin salir a pasear como se tonaba que añoraba, en sus ojos. Su dueño
era un hombre corpulento con piel tostada por el duro sol de Potosí y que su
vida entera se había dedicado a reparar el tiempo de otros. Don Germán era un
relojero jubilado trabajando en una tienda, en la que no encontraba la
precisión de su antigua profesión. Tal vez por esto era tan mal humorado, por
lo que de mí no tenía ni el saludo. Sólo Sergio se entretenía con su perro
cuando iba a comprar cualquier cosa y se quedaba a charlar con el relojero
durante varios minutos.
Lo bueno era que ésta no era la única tienda del barrio por lo
que si yo estaba sola y necesitaba algo podía salir y tener varias alternativas,
como la tiendita del herrero, Don Eligio, que tenía como fiel vigilante a un
salchicha de color chocolate, que era un perro dócil y normalmente de buen
carácter, aunque no le gustaban los sombreros, por lo que si cualquiera pasaba
con algo en la cabeza más grande que una gorra empezaba a ladrar y no había forma
de pararlo hasta que el intruso se fuera. Éste sí era amigo de nuestros perros,
especialmente de Bodoque, el más joven; se llevaban bien porque tenían casi la
misma edad, era muy divertido encontrarlo en nuestras salidas al parque, pues
nos acompañaba unas cuadras jugando y olfateando, como si fuera uno hijo más y
hermano de nuestros perros.
A pesar de la tierna amistad que compartían nuestras mascotas, la
verdad es que con Don Eligio y su familia lo único que nos unía era la relación
que habían tenido éstos con la
Familia de Sergio cuando ellos vivían en nuestra casa. Tal
vez por eso el herrero, ebrio o no, siempre saludaba a Sergio respetuosamente,
en cambio la mujer parecía más bien una madre amargada que tenía que cuidar al
esposo y al hijo que había traído a toda su familia a vivir con ellos y estaba
siguiendo los malos pasos de su padre.
La competencia más cercana que tenía esta singular familia era
la tiendita de una pareja de ancianos que vivían a dos casas de ellos, los
Flores, que a diferencia de la familia del herrero parecían no tener problemas
mayores. Tal vez lo que más les quitara el sueño era aquella desolada soledad
en la que vivían; a pesar de esto eran muy amables en su atención, siempre me
gustaba comprarles cosas, porque ir a su tienda era como regresar en el tiempo.
Como única compañera tenían a una perrita muy mimada que tampoco salía por
ninguna circunstancia, especialmente por miedo a los perros del callejón que se
peleaban con todo lo que tenía cola. El amor que le profesaban a su mascota era
envidiable, era la niña de sus ojos, tal vez porque sentían el mismo
sentimiento retribuido en compañía de aquella cooquer tan bonita y juguetona.
Lo que envidiaba de esta pareja de ancianos fue ese equilibrio
perfecto que parecía tener su vida, sin peleas, sin sobresaltos, un matrimonio
de más de cuarenta años y aún se veían tan cariñosos entre sí; aunque nadie
supo bien qué pasaba detrás de aquellas paredes perfectamente pintadas.
En cambio la vida con Sergio no era fácil, había momentos en los
que deseaba desaparecer y no amarlo tanto, cualquier detalle era excusa perfecta
para una pelea, sentía que ya no nos soportábamos, que la costumbre era lo que
nos unía.
El hecho de estar desempleada contribuía a mantener los ánimos
aptos para las discusiones y el tema de la falta de hijos era algo que mi
marido siempre reclamaba y nunca me perdonaba. Por mi parte no me sentía para
ser madre, sentía que era, todavía, muy egoísta para traer otro ser a este
mundo y ponerlo antes que yo; además sentía que debía alcanzar mis sueños para
pensar luego en ser madre.
II
La mayoría de los vecinos, a pesar de nuestras diferencias y
nuestras indiferencias convivíamos en una tranquilidad aparente, en medio de uno
que otro desacuerdo, claro está; pero que se lo limaba oportunamente y todo
volvía a la normalidad. Hasta que un día llegó un extraño personaje a vivir en
una pequeña casa del barrio que había estado desocupada por mucho tiempo.
Era un hombre alto de tez color ceniza, tenía los ojos pequeños que
parecían ocultar algo, las manos grandes, como si con ellas pudiera tomar el
mundo sin problemas. Su ropa parecía anticuada, tal vez porque le quedaba pequeña
y la combinación de colores que utilizaba era espantosa. Los primeros en conocerlo
y hablar de él fueron los niños del callejón, porque pudieron ver el momento en
que llegaban sus cosas en un camión, una noche calurosa de primavera.
Sergio y yo recién nos percatamos de su presencia en el barrio
después de varias semanas, cuando la señora Matilde, que barría nuestra acera
nos contó que había sido contratada también por aquel vecino nuevo y que le
daba muy mala espina. La curiosidad que caracteriza a Sergio y que muchas veces
nos hizo pasar malos momentos, hizo que durante varios días, después de nuestros
paseos por el parque con los perros nos quedáramos vigilando por la ventana que
daba a la calle, para ver si pasaba el hombre que nos había descrito Doña
Matilde.
Después de todo, aquellos días fueron únicos e inolvidables,
porque en la espera, después de mucho tiempo, disfrutábamos de largas
conversaciones, donde reíamos y comentábamos sobre nuestros sueños, algunos
cumplidos y otros tan lejanos todavía o simplemente abríamos nuestros corazones
para describir nuestros sentimientos y dejar surgir nuestros deseos.
A pesar de jactarnos, entre nuestros amigos, de una comunicación
fluida en nuestro matrimonio, me animo a decir que ésos días fueron los más
espontáneos en nuestra relación y los que más contribuyeron a que nuestra unión
continúe. Nunca nos habíamos sincerado tanto, aunque no llegamos a un acuerdo
definitivo sobre el tema de tener hijos, sentí a Sergio muy cerca y más
compresivo que nunca.
La pequeña casa antes deshabitada se encontraba a dos casas de
la nuestra, pero del lado contrario a la del doctor, era la propiedad más
pequeña de toda la cuadra, supusimos muchas veces que no se había vendido por
esa razón y fue una gran sorpresa saber que alguien podía vivir ahora en ella,
después de tanto tiempo.
En toda la cuadra, si bien no conversábamos largamente en la
calle, como acostumbran los vecinos de otros barrios, Doña Felicia, la esposa
del herrero, la esposa del relojero, la Señora Flores y yo
nos reuníamos una vez al mes, con excusa de nuestras mascotas y compartir un
té. Esto me animaba de sobremanera pues era una excusa para salir de casa con
otras personas y para sacar de mi mente mis temores de siempre.
En una de estas reuniones hablamos por primera vez sobre nuestro
nuevo vecino; lo primero que comentamos, claro, fue que había algo extraño en
él que todos notaban, pero nadie podía precisar qué era, hasta que después de
muchas hipótesis alguien dio cuenta que
este hombre no tenía mascotas y se notaba mucho que no le gustaban los animales,
tal vez por esto, desde entonces, lo sentimos un ser extraño y misterioso, que
no encajaba en nuestro barrio.
No nos hubiese importado si no le gustaran las mascotas y se
alejara de ellas, pero cada vez que estaba frente a uno de nuestros perros se
notaba la malicia en su rostro. Me acuerdo que una tarde que fui a comprar pan,
porque a Sergio se le había olvidado, lo vi salir de su casa y al pasar a la
acera de enfrente se encontró con el adorable salchicha del herrero, al que
espantó con saña para que le diera paso. La señora Flores me contó que dos o
tres veces había visto como echaba con agua hirviendo a los perros del callejón
cuando los encontraba olfateando su puerta y otras veces, Don Damián lo había
visto pateando a animal que se acercara a su casa.
Sergio y yo no podíamos creerlo, aunque los chismes sobre estas
actitudes cada vez se hicieron más seguidas. La verdad es que gracias a nuestro
nuevo acercamiento mi marido y yo
estábamos en una segunda luna de miel y casi no salíamos de la casa,
sólo para lo necesario y era entonces cuando nos enterábamos de historias
macabras que no queríamos creer.
En nuestra siguiente reunión de vecinas tratamos el tema, pero
no encontramos solución, porque nadie se atrevía a hablar con tan despreciable
personaje y estábamos seguras que nuestras parejas tampoco, porque lo verían
como ridículo pelear por animales, además que no había atacado abiertamente a
ninguna de nuestras mascotas, sólo a los perros del callejón, que no tenían
dueños que les defendieran.
Así fueron pasando varias semanas, pero ya ningún vecino quería
dejar salir a sus mascotas solas a la calle por temor de que sean víctimas de
aquel hombre despreciable; para Bodoque y Gasparín fue peor porque a ellos les
gustaba salir solos de vez en cuando y como no podían, los veíamos tristes y
enojados esperando todo el día la hora de nuestros paseos por el parque y
cuando por una u otra razón no salíamos, ni nos dirigían la vista, se iban a
sus camas sin regalarnos un cariño.
Fueron vanos los intentos en descubrir algo sobre la vida de
aquel sujeto; algunos de los vecinos nos organizamos para mover nuestras
influencias en instituciones como la policía o la Alcaldía para buscar
alguna información pero no logramos nada. Lo único que pudo averiguar Don
Damián, es que el nuevo vecino se había comprado un auto a medio uso de un
amigo de su compadre y que buscaba un garaje en alquiler cerca al barrio.
Otra estrategia para conseguir algo de información fue que los
dueños de las tiendas trataran de hacer conversación y averiguaran algo de su
propia boca, pero cuando iba a comprar y se le hacía alguna pregunta, la esposa
de Don Eligio aseguraba que daba una excusa ininteligible, pagaba y se retiraba
casi escapando. Esto contribuyó a tener más reparos con él, pero al final
nuestras manos estaban atadas, sólo nos quedaba esperar.
III
No tuvimos que esperar mucho, lo peor pasó pocas semanas después
de descubrir el lado oscuro de este hombre, la perrita de los Flores, no salía sola
a la calle nunca, pero un día ardiente de verano, cuando el sol nos castigaba
duramente con sus rayos, un plomero que trabajaba arreglando una tubería del
baño de la pareja, por descuido, dejó abierta la puerta de calle y la pequeña
perrita salió sin sospechar lo que le iba a pasar.
Al verse solo en medio de la vía, el pequeño animal, seguro se
desorientó y le invadió el pánico de ver tantos autos gritando con sus bocinas.
Don Damián cuenta que la vieron correr hacia la izquierda, luego a la derecha,
no se entendía, tropezaba con los pies de los transeúntes buscando un olor que
le fuera familiar.
Por su parte, la Señora Felicia nos contó que estuvo así como cinco
minutos, nadie la podía tranquilizar, aunque lo intentaron muchas veces los
niños del callejón, solo la asustaban más. Entonces, el vecino nuevo salía,
seguramente, a algo urgente porque cruzó hacia la vereda como alma que se la
lleva el diablo, justo donde la perrita iba y venía. Con la prisa que llevaba
no vio al can y sus enormes pies se enredaron en el cuerpo del animal, lo que
hizo que la mole de hombre cayera de bruces con un sonido sordo en las
rodillas.
Todos los que salimos a ver cuál era el escándalo que hacían los
niños del callejón al ver tan asustada a la cooquer, nos quedamos sin aliento. Después
de sólo unos segundos y al recobrar el sentido de la realidad, el hombre de las
manos descomunales se paró, con la cara roja de vergüenza y rabia; corrió tras
el animal que se había parado en seco por el susto y sin pensarlo dos veces la
alcanzó con la punta del pie hasta lograr un aullido que hizo despegar a todos
los pajaritos que dormitaban en los árboles del parque. Tuvo tal puntería que
el pequeño animal cayó sin aliento después de haber sido tocado por su lustrado
zapato italiano.
Inmediatamente la calle entera quedó en silencio, sólo los niños
del callejón se acercaron a ver a la perrita y tratar de despertarla. En ese
momento salió el Señor Flores que al buscar con los ojos a su perrita la
encontró tirada en medio de la vereda con sangre que le salía del pequeño
hocico. Al principio no supo que hacer y al ver a aquel hombre odioso
limpiándose su fino zapato europeo, cerca de su mascota le gritó improperios y
le juró venganza. Todos los que estábamos viendo desde nuestras puertas en
silencio nos metimos a nuestras casas sin querer aumentar el pleito.
Desde aquel día el sentimiento de impotencia hizo que
prometiéramos un pacto silencioso, como si nos hubiéramos reunido todos y nos
hubiéramos dado tareas para hacer la vida imposible a aquel intruso que llegó a
nuestra calle. Todo comenzó gracias al herrero, que uno de ésos días que llegó
más borracho que nunca, empezó un escándalo a eso de las 8 de la noche frente a
la casa del perrisida. Parece que éste no estaba porque no se divisaba luz en
la casa, por lo que el relojero aprovechó en echar toda su basura en la puerta de
este hombre odioso. Sergio y yo vimos esto en un silencio respetuoso.
Después de esa noche algunos continuamos echando nuestra basura
en la puerta de su casa, otros tiraban desperdicios de comida en su acera para
que los perros de la calle se congregaran en un festín al amanecer, dejando su
portón hecho un basural, como nos comentó nuestra barrendera.
Algún vecino más osado creó una forma de que todos los perros
orinaran en su puerta, nunca supimos cómo, ni quién lo había hecho, pero era
impresionante como todos los perros que pasaban por la cuadra no perdonaban su
puerta incluso los nuestros, lo primero que hacían al salir a nuestros paseos
era orinar su puerta.
De pronto nadie le saludaba y en ninguna tienda a dos cuadras a
la redonda le vendían lo que necesitara, esto me lo contó la esposa del herrero.
Poco a poco se fue convirtiendo en una competencia donde merecía más lauros el
vecino que encontrara la mejor forma de amargar la vida al intruso, los que más
participaban y disfrutaban, claro, eran los niños del callejón que con su
picarescas travesuras tenían sin vida al “perrisida”.
La puntuación del vecino que merecía el premio por las
travesuras la ponía el relojero porque su tienda estaba justo en frente de la
casa de aquel hombre y él informaba a todos los vecinos la peor pasada y quién
la había jugado. Lo extraño fue que nadie comentó que el nuevo vecino se
quejara con alguien de todas nuestras fechorías.
Poco a poco el juego se fue saliendo de control, al punto de que
ya se transformó en una obsesión enfermiza para todos los que vivíamos en esa
calle, algo que me llamó la atención fue que en todo este tiempo no vimos a los
Flores participar en estos actos, claro que el hombre de las manos descomunales
nunca se hubiera atrevido a comprar algo en su tienda o acercárseles siquiera.
Lo que nadie sabía, ni se imaginaba es que durante todo este
tiempo aquella pareja tranquila y equilibrada había estado planeando una
venganza que iba más allá de la trama de
cualquier película de suspenso, que Sergio y yo habíamos visto en el cine del
centro y que disfrutábamos tanto.
Nunca, ningún vecino hubiera imaginado que aquellos adorables
ancianos fueran capaces de semejante plan, especialmente porque parecía algo
tan bien planificado que tenía la característica del crimen perfecto, pero
fuera de la ficción sabemos que esto no existe.
Después del incidente con la perrita, los ancianos no habían
abierto su tienda, estaban en un luto cerrado. En nuestra reunión de los
sábados hablamos de esto y a todas nos preocupaba su silencio y su encierro, no
nos parecía sano, pero tampoco nos animamos a tocar su puerta. Sólo después de
varias semanas los vimos salir, pero se los veía extraños sombríos, como nunca
se los había visto antes.
Pasaron así algunos días y nadie parecía saber qué hacer para buscar
un encuentro y consolarlos, aunque tampoco estaba en nuestras manos. Pero
después de unos días, nuevamente, desaparecieron y fue en ese ínterin en el que
todo sucedió.
IV
Era una tarde oscura, en la que las nubes cubrieron el cielo con
un telón gris premonición para la tragedia. Poco a poco la lluvia fue cayendo
hasta desencadenar en una tormenta impetuosa. Cuando esos días llegaban, Sergio
y yo nos encerrábamos en el cuarto y no salíamos a ningún lado; pero ése día
después de varias horas de tormenta y de un cese repentino de la lluvia, escuchamos
los gritos de la gente que sobrepasaron el estruendo de los últimos truenos que
anunciaban el término definitivo de la tempestad.
Salimos a la calle, como presintiendo una tragedia, Bodoque y
Gasparín también corrieron detrás nuestro, curiosos y desesperados. Al salir
encontramos mucha gente reunida a pocos metros de nuestra puerta, formaban un
círculo perfecto, algunas mujeres gritaban consternadas, escuchamos a la
ambulancia que llegaba rápidamente. No pudimos acercarnos demasiado para saber
quién era el herido, pero encontré ese horrible zapato italiano que tenía aquel
hombre y pensé lo peor.
Lo primero que se me ocurrió fue que había sido otra de las
maldades que hacíamos a este hombre pero que se había convertido en hecho
vandálico, no podía imaginar quién habría podido ser capaz, entonces pensé en
los Flores y todo encajó.
Después de todas estas cavilaciones tenía que ver si todavía
estaba vivo y fui haciéndome lugar para acercarme, de pronto frente a mí como
uno más de la multitud vi aquel hombre que estaba de rodillas y tenía la cara
blanca sin ninguna expresión, entonces me sentí tan confundida, no entendía
nada.
En ese momento escuché la voz de Sergio que me llamaba para
abrazarme, al principio no lo entendí, pero luego al dar la vuelta la cara mis
ojos tropezaron con aquel cuadro aterrador, donde se encontraban dos niños que
habían sido atropellados y estaban bañados en sangre. Eran la parejita que
siempre estaba jugando en la calle, lo peor era que se escuchaba sus gemidos
suaves como susurros en la oscuridad.
Entonces vi como sus lágrimas limpiaban la sangre de sus caritas
indefensa; entonces entendí la consternación del nuevo vecino, él debió ver
cuando los niños fueron atropellados.
Nadie se acercaba a los niños, como si tuvieran una enfermedad
contagiosa, sólo se escuchaba los chillidos discordantes de la madre que estaba
tan ebria que no se entendía ella misma. Algunas personas trataban de tranquilizarla,
mientras otros le reñían por su descuido, como si alguna de las dos cosas
pudiese mitigar el dolor de los niños, los más nos quedamos paralizados por el
espectáculo que nunca imaginamos ver en nuestro tan tranquilo barrio.
Entonces, en medio de esa locura, escándalo y desconcierto vi
como atravesando las piernas de los
curiosos se abrían campo los perros del callejón, los cuatro empujando aquellos
pies inhumanos. Los vi acercarse a los pequeños cuerpecitos, los olfatearon como
queriéndoles reconocer y lamieron un poco sus heridas para luego sentarse junto
a ellos y tratar de mitigar su dolor con el calor de sus cuerpos.
Nunca podré olvidar aquella imagen. Ahora, no recuerdo siquiera
cómo fueron llevados al hospital, sólo quedó en mi memoria aquella mirada de esos
cuatro perros cuidando a esos niños, que nadie más cuidó; protegiéndolos como
nadie más en el barrió los protegió, amándolos como ningún vecino más los amó.
Entonces, aquel hombre de manos descomunales y el tonto juego
que habíamos estado jugando todos en el barrio me pareció tan burdo y vacío,
fue en ese momento en que me di cuenta cuán inhumanos habíamos sido todos,
comparados con los perros, que fueron más piadosos que nosotros con aquellos
niños.
V
Después de estos desastrosos acontecimientos decidí alejarme de
todos los vecinos, ya no fui nunca más a las reuniones de los sábados; sólo los
veía por casualidad en la calle y los saludaba respetuosamente, pero lo más
rápido posible.
Después de mucho tiempo nos enteramos que el que debía ser
atropellado era el “perrisida” que así lo habían planeado lo Flores, pero que
un mal cálculo había traído la desgracia al barrio. Creo que la policía nunca
se enteró de esto y el nuevo vecino desapareció como por arte de magia de
nuestras vidas.
Un par de meses más tarde, Sergio consiguió un mejor trabajo en
otra ciudad, por lo que tuvimos que mudarnos al campo, alejados de las vías llenas
de autos y de calles con muchos vecinos. Por mi parte después de aquel
incidente, que nunca conseguí borrar de mi mente, me dediqué a escribir
cuentos para niños, siempre con finales felices. Tenía la más hermosa inspiración, el nuevo
ser que llevaba en mi vientre y al que iba a obsequiarle la amistad de nuestros
perros, porque estaba segura que serían sus mejores amigos y los más fieles protectores.