jueves, 27 de diciembre de 2012

LEJANAS



LEJANAS

Por: Eliana Soza Martínez

Los últimos rayos de sol no llegaron a tocarme, seguro que huyeron de la nube negra que me había seguido durante tanto tiempo que ya no me acuerdo el primer día que la sentí sobre mí. La tarde estaba tranquila, sólo una leve brisa movía las hojas de los árboles, me recordaba a los días en los que no tenía preocupaciones y podía sentarme en una banca del parque a disfrutar del  canto de los pájaros sin pensar en nada desagradable.

A pesar de un ambiente cálido, el ocaso me pareció triste, como si con el sol se fuera algo muy querido, o tal vez algo muy añorado; veía el horizonte y lo sentía sombrío, las nubes a mi alrededor formaban imágenes obscuras que daban la impresión de presagiar mayores desventuras, tal vez por eso sentía que el trinar de los pájaros despidiendo otro día más no era el mismo.

La gente que pasaba a mi lado, ni siquiera me miraba, era como si no existiera para nadie. Debo admitir que eso, de cierta forma me complacía, ser sólo un fantasma en medio de la muchedumbre, tan libre y transparente para poder observar la vida de los demás y deleitarme con su felicidad, que nunca sería completamente mía.

Pero todas estas sensaciones no podían borrar la presión en mi corazón, y la confusión en mi mente al imaginar la cara que pondría María cuando le contara lo que había hecho antes de conocerla, antes de saber siquiera que existía. No borraban la imagen en mi cabeza de la sentencia que sentiría al ver sus lágrimas que caerían lentamente por sus hermosos ojos color miel, ni sus labios que aprisionarán un reproche.

Después de decirle todo, tendría la necesidad imperiosa de quedarme solo. Por eso tendría que salir corriendo como un loco de su casa y venir a esconderme aquí, donde puedo ver el ocaso y escuchar a los pájaros, deseando que su canto no me deje escuchar mis propios pensamientos, ni recordar todas las voces de mis culpas. Donde puedo vivir, de nuevo, la vida de otros, de ésos que se besan como si fuera su último día en la tierra, de aquellos que comparten un helado entre dos porque no les alcanza para el segundo, pero que es el más delicioso del mundo; de los que se toman la mano y se quedan viendo la gente pasar como si el mundo les perteneciera, o de aquellos que leen su texto para aprobar un examen, que será el comienzo de una vida exitosa.

Esto es algo que vengo haciendo desde siempre, desde mucho antes de conocer a María y mucho antes también de haber hecho aquello que ella, ahora, no podría entender, ni perdonar. Era ese juego macabro el que marcaría mi destino: desear la vida de otros porque la mía estaba destruida o porque siempre la sentí sin sentido, nunca completamente mía.  

Siempre venía al parque porque me encantaba ver todos estos rostros felices paseando por un paraíso de árboles, que a través de sus diferentes caminos formaban un hermoso sendero hacia un futuro próspero; manos entrelazadas de enamorados viviendo un amor de novela que duraría por siempre; gente mayor disfrutando lo que le quedaba de una vida exitosa, llena de triunfos que nunca debieron robárselos a nadie.

Pero no puedo evitarlo, a pesar de lo que María y los demás piensen sobre mí, todavía me queda, en el fondo, una dulce satisfacción por mis acciones, aunque el mundo me enjuicie y castigue por siempre, al volver sobre mis pasos aún me queda el sabor exquisito de la venganza.

No estuvo en mi mente planear lo que hice, nadie puede decir que fue premeditado, nunca se me hubiera ocurrido hacerlo antes de ese fatídico lunes; antes de ese maldito día había decidido perdonarlo todo, seguir siendo sólo un espectador y no el protagonista. No me hubiera imaginado nunca que tendría el valor para hacerlo, mi carácter es totalmente distinto al que reflejan aquellos hechos. Ni siquiera los detalles parecen tener mi marca.

Pero admitámoslo, estas cosas son así, los culpables siempre dicen ser inocentes y al final son crucificados por la sociedad, aquella intachable sociedad, cuyos más reconocidos personajes, si no existieran castigos tan severos, hubieran hecho lo que ahora juzgan.

Mi suerte, al principio, fue hacerlo cuando nadie lo esperaba, ni siquiera Alejandra. Mi dulce Alejandra… Aquella mujer que me había enseñado el sabor del amor en un tierno beso, la que encendió mi deseo con una mirada y la que luego me engañó con una sonrisa en el rostro. Ahora que la recuerdo siento lástima por ella, nunca debió imaginar que nuestro gran amor terminaría de esta forma, tampoco debió sospechar que yo sería capaz de hacer algo así.

Todavía recuerdo el fatídico lunes, cuando empecé a sentir este dolor insufrible en mi pecho y en mis entrañas y que sólo se esfumó después de hacerlo. Esa tarde, el calor era insoportable y más después de esperar dos horas, a que ella saliera, bajo una exigua sombra que daba el árbol que se encontraba en la esquina de su casa. Minuto a minuto sentía como se iba mojando, de apoco, la camisa con la que estaba vestido, no sólo por el calor sino por la excitación de verla nuevamente.

Cuando por fin salió se veía tan fresca, como si un halo de hielo conservara su maquillaje, llevaba puesto un vestido impecable que acentuaba su figura, ese hermoso cuerpo que un día fue mío. Las manos me temblaban, y estaban húmedas de sudor. Por un momento quise desistir, alejarme y dejarla ir al encuentro con aquel tipo que la esperaba en una café cercano. Pero desde mis entrañas un volvió ese extraño dolor que se apoderó de mí, un dolor que me exigía terminar con todo.

Esperé que se alejara de su puerta, no era conveniente que alguien me viera, la seguí caminando hasta que cruzó un pequeño callejón a dos cuadras de su casa, la tomé del brazo y le tapé la boca con mi pañuelo. Ella pensó que sólo quería rogarle de nuevo, pero cuando estuvimos frente a frente, mi mano derecha, todavía húmeda, como si tuviera conciencia propia tomó las llaves del bolsillo de mi pantalón y con un golpe certero abrieron un enorme y profundo surco en aquel lozano rostro.

Aquellas malditas llaves llenas de sangre mancharon todo, mi pantalón, mis manos, el pañuelo que usé para tocar su hermosa boca.Después de eso recuerdo muy poco, sólo mi agitación y los latidos muy rápidos de mi corazón que no me dejaban escuchar los gritos pidiendo ayuda; el sudor escurriéndose de mi rostro y cuerpo, las calles borrosas como si tuviera lago en los ojos. No consigo recordar por cuál ruta llegué a mi cuarto, ni cuánto tiempo tardé en llegar, sólo se repetía en mi mente el recuerdo de la sonrisa sarcástica de Alejandra cuando me decía que ya nunca más volvería a mi lado.

Después de un largo sueño, los golpes y gritos en mi puerta, los empujones de los policías y la maldita comisaría, con varios agentes haciendo preguntas que me confundían más aún, que cómo conocía a la víctima, que si había tenido la intención de robar o violarla, que por qué no tenía carné de identidad. Luego el encuentro con Alejandra en los tribunales, y su declaración afirmando que nunca antes me había visto, que no entendía por qué la había lastimado y mi abogado interponiendo la declaración de un psiquiatra, que hablaba con palabras complicadas; pero Alejandra tan lejana, sin siquiera regalarme una mirada; declarando que el único novio que tuvo se llamaba Eduardo y que después de una pelea se fue de la ciudad. Claro la pelea cuando me engañó y todos diciendo que mi nombre no era Eduardo, que mi nombre era Juan, que no estudiaba en la universidad, que no tenía dinero y que nunca me habían visto con Alejandra.

Después de eso los interminables meses en aquel Instituto, en ese cuartucho que no tenía si quiera rejas, que transpiraba humedad y que debía compartir con un viejo hediondo y loco, que se la pasaba cantando tan fuerte como si nadie más estuviera en el mismo cuarto.

Pero después de todo ese infierno, de nuevo el parque y luego María, la suave María… aunque a veces también lejana, también fingiendo no ser mía…

REFLEXIONES



REFLEXIONES
Por: Eliana Soza Martínez
No era la primera vez que lo había pensado, durante diez años había recibido muchas señales, pero las fui escondiendo bajo las cálidas sábanas, que de vez en cuando, se impregnaban de pasión y deseo. En todo este tiempo, nunca tuve agallas de aceptar y escuchar la verdadera historia de mi vida y tomar una decisión definitiva. Pero esto debe cambiar y tiene que ser ahora.
Los primeros años fueron difíciles, como en toda pareja, pero creímos que era natural. No era fácil para nadie acomodar su vida a otra persona y aceptarla con todos sus hábitos y defectos.
No puedo negar que hubo días, incluso semanas enteras de felicidad; además ¿quién puede decir que siempre es feliz? Yo lo fui cuando sentía su cálida mirada y en sus ojos veía el brillo del amor iluminando mi vida, algo que nunca más vi en otro hombre.
Fui feliz cuando me cobijaba en el calor de sus brazos y encontraba allí la seguridad para ser yo misma, cuando compartíamos la lectura de nuestro libro favorito o comentábamos una película que nos había gustado mucho. Ahora pensándolo bien no puedo recordar en qué momento se perdieron esos momentos o peor aún cuando dejé de disfrutarlos.
Sólo recuerdo que de pronto, todas las mañanas esperaba que los días pasaran más rápido y cuando terminaba la semana, esperaba la siguiente sin ninguna ilusión. Creo que lo más agobiante fue eso; perder la ilusión de un gran amor; pensar que lo que tenía era lo mejor que podía conseguir.
Dejarme vencer, sin luchar por mis sueños; dejar dormir mi pasión al lado de ése hombre, en aquella cama que todas las noches me veía cerrar los ojos sin soñar. Los días se iban tornando oscuros y grises; no podía dejar de sentirme triste, frustrada o enojada todo el tiempo y lo peor por cosas sin importancia. Buscaba cualquier razón para pelear y le encontraba todos los defectos del mundo al hombre al que me había entregado por primera vez.
Después de cada pelea me esperaban noches frías, sin el calor de su cuerpo al que ya me había acostumbrado, las horas pasaban y yo sin poder abrazarlo y de nuevo sentirme protegida de mis infaltables pesadillas. Y aquellas ganas locas de perdonarlo todo, de continuar todas las noches y de seguir viviendo esto que todos pensaban que era la felicidad.
Debo admitir que a este sentimiento se sumaba el miedo incesante de quedarme sola, de no tener a nadie con quien hablar, jugar, besar, abrazar, amar y todo lo que hacíamos juntos. Lo que más me asustaba era cometer un error irremediable ¿y si él es el hombre de mi vida­­­?, y ¿si la que lo estaba arruinando en realidad era yo?
No puedo describir lo confusos que fueron esos momentos para mí; especialmente porque nunca he sido sincera conmigo misma, siempre me he mentido o no me he querido escuchar, para no hacerme daño, para no interrumpir mi apacible vida, para no afrontar un fracaso, para no decepcionar a nadie.
Lo peor de todo es que estaba conciente de que tenía que darme un tiempo para pensar y analizar esta situación, ver de afuera mi vida y también proyectar mi futuro; pero como siempre, nunca pude tener una charla sincera conmigo misma. Me ha pasado muchas veces que cuando empiezo a pensar sobre el tema, como cuando uno no quiere escuchar a otra persona, mi mente viaja a otro espacio o a otro tiempo. 

Después de todo, ahora viéndolo de lejos, lo mismo pasaba con él, a pesar de que nos jactábamos de tener una buena comunicación, había siempre algo entre los dos, algo así como un halo opaco que no dejaba que seamos totalmente sinceros y eso hacía que todo termine mal.
Por mi parte tal vez influía demasiado, esa rabia incontrolable que sentía al recordar todo lo que él hacía mal o dejaba de hacer en la casa. En ese preciso instante sentía fuego que inundaba mi sangre, esas ganas de gritarle, mi intolerancia de no poder entender cómo ése hombre no hacía bien las cosas o (como yo creía que estaban bien).
Debo admitir también que muchas veces me dejé llevar por esta rabia y dejé que las cosas fueran demasiado lejos, me permití gritarle cosas muy duras, de las que después me arrepentí profundamente.
Pienso que en realidad lo que sentía esos momentos no era contra él; sino contra mí misma, siento haberme proyectado en él y siento que todo el berrinche y los gritos eran para la otra parte de mí que no me escuchaba, que nunca dejó que me deshogara contándole mis sentimientos.
Se que suena extraño, pero en este momento, al escribir estas líneas todo se vuelve tan claro, tan real, tan lógico, que no puedo creer no haberme dado cuenta antes.
Pensar que pude dejarlo ir… perderlo para siempre. Además ¿Quién puede decir que siempre es feliz?


VECINOS



VECINOS


Por: Eliana Soza Martínez

I
Los atardeceres siempre parecían iguales en nuestro barrio, el sol iba abandonando poco a poco cada una de aquellas casas, como si dejara una huella de un amarillo alegre en las paredes, que en algunos casos estaban recién pintadas, otras todavía eran de adobe y otras sin siquiera un reboque que cubriera sus miserias.

Algunos sonidos ya nos eran familiares, como el del vecino que nunca terminaba de construir su casa, todos los días venía una máquina nueva con un sonido estridente que ponía de punta nuestros nervios, pero también los nervios de nuestras mascotas. Por eso, durante la tarde se podían escuchar entremezclados, los dulces silbidos de pajaritos que siempre andaban por allí, con aquellos sonidos espantosos acompañados por el ladrido de varias razas de perros; algunos agudos como de cachorros con olor a leche y otros muy graves, como el de un perro macho y macizo.

A esta orquesta de ruidos, de vez en cuando se añadían los niños que vivían en el callejón de enfrente, aquel lugar que parecía ser tierra de nadie porque nadie sabía con exactitud cuánta gente vivía allí y estos niños andaban siempre descuidados como sino tuvieran a nadie quien los protegiera. Por lo que siempre hacían lo que querían y también metían un bullicio infernal cuando se les ocurría organizar sus campeonatos relámpago de fútbol en la calle, no se cómo nunca tenían miedo de jugar en plena vía, pues en aquella época era bastante transitada.

Todavía recuerdo aquellos pequeños rostros llenos de hambre y dolor, pero todo sonrientes al imaginar que esa bola de hule era una pelota de fútbol y que la calle se convertía en una hermosa cancha. Lo que más me causaba ternura, porque desde pequeña yo había amado a los animales y sentía tener una relación especial con estos seres, era la estrecha relación que tenían con sus perros, que parecían ser los únicos que se preocupaban por ellos y por ende los únicos que los amaban y resguardaban.

Todos los demás, parecíamos habernos acostumbrado a aquella presencia, que alguna vez perturbó nuestras conciencias, pero que ahora veíamos sin inmutarnos, siempre descalzos o sin abrigo en las noches más crudas del invierno, con aquellos cuerpecitos tan delgados mostrando al mundo su hambre, sin hacer nada por ellos, aunque nunca supe si alguien les había ofrecido ayuda, alguna vez. Tal vez el doctor Gutiérrez que vivía junto a nosotros, aunque no creo porque él tenía preocupaciones de mayor importancia, sus dos autos, sus dos perros, sus dos hijos y quién sabe sus dos mujeres.

Este doctor era otro vecino singular en la cuadra, parecía que era el que más dinero tenía, vestía bien, sus perros eran de raza y siempre hacía fiestas, por lo menos dos veces al mes, ésas celebraciones que no me dejaban dormir por el karaoke que se les ocurría cantar en la madrugada y que se escuchaba tan nítidamente en nuestra habitación.

Nunca cruzamos palabra, a pesar de llevar, todas las noches, al mismo parque a nuestros perros, Bodoque un mimado color miel de pelo corto, con ojos color miel, que había sido hijo único de una perrita adoptada por mi mamá y Gasparín, un “chapi” blanco adoptado por nosotros, que vivió en la calle antes de conocernos; ambos carilindos, como decía Sergio, pero muy peleoneros como aseguraba yo.

La única vez que tuvimos un contacto cercano fue aquella vez que insistí a Sergio que avisara a nuestros vecinos que habían dejado las llaves colgando en su puerta. Siempre veíamos al doctor cruzar el parque con sus dos perros muy bien amaestrados, tanto que con un silbido de él acudían al instante y no estaban de testarudos como los nuestros al cruzar la calle. Pasaron muchos meses para tener a nuestros dos perros tan educados como los del doctor, el primero nunca había aprendido porque vivió la mitad de su vida en la calle y el otro por obstinado.

Lo que siempre me sorprendió y por eso mi hipótesis de la segunda mujer, es que durante sus largos paseos, lo veía caminar siempre hablando por celular, es algo que no me parecía normal. Claro que no siempre nos encontrábamos, pero la vez que lo hacíamos estaba pegado a este artefacto. No conocía a su esposa porque no salía muy a menudo, tal vez estaba enferma; a diferencia de nosotros nunca escuchamos una discusión a través de nuestras paredes contiguas, en cambio Sergio y yo gritábamos sin importarnos que nuestros ilustres vecinos nos escucharan

En realidad lo que no perdonaba al Doctor, más por mi amor a la belleza que mi intolerancia a la infidelidad, era que desperdiciara el hermoso paisaje que regalaba el parque en aquellas noches limpias, en las que el cielo parecía un cuadro pintado y la luna tan grande que creíamos que podíamos tocarla con tan sólo levantar nuestras manos.

Sin embargo, al final de aquella temporada, ni siquiera nuestros perros congeniaban, aunque al principio se habían hecho compañeros de juego, y cada vez que los encontrábamos no querían separase, después de un tiempo ni se olían, tal vez por el deseo de conocer nuevos amigos o porque no sabían que no eran iguales; esto sumado a mi hipótesis de infidelidad hizo que tratáramos de salir más temprano para no tener que verlos.

En cambio con el perrito que seguía a la del doctor, las relaciones, desde el principio fueron más hostiles, si veía venir a nuestros dos canes, no paraba de ladrar y más cuando se sentía apoyado por los perros del callejón, que en ese entonces eran los dueños del barrio.  El nombre del hostil era Coco y nunca conocimos bien a la familia que vivía con él, tal vez porque supusimos que tenían el mismo carácter.

Hubieron muchas contiendas entre los perros del barrio, aunque nunca participaron de ellas los perros del doctor, para ellos no era correcto mezclarse con sinvergüenzas ordinarios como los nuestros; en estas batallas siempre ganaban los del callejón, primero porque eran una pandilla de más de 4 perros de todos los tamaños y tipos, segundo porque tenían la escuela de la calle y tercero porque no tenían miedo a morir.

Después de aquellos altercados, algunas veces nuestros perros desaparecían horas enteras porque no podían volver a casa, pues los niños del callejón seguían jugando con sus perros en la calle y por tanto nadie peludo y con cola podía cruzar ese paraje, debían esperar a que se despejara todo y tocar la puerta o pedir a la vecina de enfrente, Doña Felicia, que lo hiciera por ellos y lograr así que les abriéramos.

Ella lo hacía porque había aprendido a amar a los perros a la fuerza, pues su única hija y compañera se había ido a España a estudiar y la dejó con cuatro canes que rescató de la calle y que desde ese momento no salieron más de su casa, eran perros que habían conocido el hambre y el frío y que ahora vivían felices acompañando a una madre que añoraba el calor de su niña.

Doña Felicia tenía un aire apacible, como de resignación, aunque después de la partida de su hija la vejez fue más dura con ella, pintando su cabello más rápido de lo natural, tengo la seguridad que los únicos que la mantenían tan vital eran las mascotas que le había dejado su retoño; lo curioso es que nunca los conocimos, porque cuando la hija vivía todavía en el barrio los sacaba a pasear, pero nunca les pusimos atención, además en ese entonces nosotros todavía no teníamos nuestros dos peludos hijos y cuando la muchacha se fue nunca más volvieron a salir. Siempre me conmovió en amor maternal, me parecía una fuerza tan grande que lo podía todo, pero también me causaba pánico pensar que otro ser humano dependiera tanto de ti y que cualquier error que cometieras en su vida, por muy insignificante, podía cambiar el rumbo de su destino para siempre.

El indolente encierro  también era el destino del perro que tenía el dueño de la tienda que alquilaba en la casa de la señora Felicia, era uno de esos ejemplares caninos, de pelo largo y blanco, todo limpio que veía la vida pasar detrás de las rejas de la tiendita de barrio sin salir a pasear como se tonaba que añoraba, en sus ojos. Su dueño era un hombre corpulento con piel tostada por el duro sol de Potosí y que su vida entera se había dedicado a reparar el tiempo de otros. Don Germán era un relojero jubilado trabajando en una tienda, en la que no encontraba la precisión de su antigua profesión. Tal vez por esto era tan mal humorado, por lo que de mí no tenía ni el saludo. Sólo Sergio se entretenía con su perro cuando iba a comprar cualquier cosa y se quedaba a charlar con el relojero durante varios minutos.

Lo bueno era que ésta no era la única tienda del barrio por lo que si yo estaba sola y necesitaba algo podía salir y tener varias alternativas, como la tiendita del herrero, Don Eligio, que tenía como fiel vigilante a un salchicha de color chocolate, que era un perro dócil y normalmente de buen carácter, aunque no le gustaban los sombreros, por lo que si cualquiera pasaba con algo en la cabeza más grande que una gorra empezaba a ladrar y no había forma de pararlo hasta que el intruso se fuera. Éste sí era amigo de nuestros perros, especialmente de Bodoque, el más joven; se llevaban bien porque tenían casi la misma edad, era muy divertido encontrarlo en nuestras salidas al parque, pues nos acompañaba unas cuadras jugando y olfateando, como si fuera uno hijo más y hermano de nuestros perros.

A pesar de la tierna amistad que compartían nuestras mascotas, la verdad es que con Don Eligio y su familia lo único que nos unía era la relación que habían tenido éstos con la Familia de Sergio cuando ellos vivían en nuestra casa. Tal vez por eso el herrero, ebrio o no, siempre saludaba a Sergio respetuosamente, en cambio la mujer parecía más bien una madre amargada que tenía que cuidar al esposo y al hijo que había traído a toda su familia a vivir con ellos y estaba siguiendo los malos pasos de su padre.

La competencia más cercana que tenía esta singular familia era la tiendita de una pareja de ancianos que vivían a dos casas de ellos, los Flores, que a diferencia de la familia del herrero parecían no tener problemas mayores. Tal vez lo que más les quitara el sueño era aquella desolada soledad en la que vivían; a pesar de esto eran muy amables en su atención, siempre me gustaba comprarles cosas, porque ir a su tienda era como regresar en el tiempo. Como única compañera tenían a una perrita muy mimada que tampoco salía por ninguna circunstancia, especialmente por miedo a los perros del callejón que se peleaban con todo lo que tenía cola. El amor que le profesaban a su mascota era envidiable, era la niña de sus ojos, tal vez porque sentían el mismo sentimiento retribuido en compañía de aquella cooquer tan bonita y juguetona.

Lo que envidiaba de esta pareja de ancianos fue ese equilibrio perfecto que parecía tener su vida, sin peleas, sin sobresaltos, un matrimonio de más de cuarenta años y aún se veían tan cariñosos entre sí; aunque nadie supo bien qué pasaba detrás de aquellas paredes perfectamente pintadas.

En cambio la vida con Sergio no era fácil, había momentos en los que deseaba desaparecer y no amarlo tanto, cualquier detalle era excusa perfecta para una pelea, sentía que ya no nos soportábamos, que la costumbre era lo que nos unía.

El hecho de estar desempleada contribuía a mantener los ánimos aptos para las discusiones y el tema de la falta de hijos era algo que mi marido siempre reclamaba y nunca me perdonaba. Por mi parte no me sentía para ser madre, sentía que era, todavía, muy egoísta para traer otro ser a este mundo y ponerlo antes que yo; además sentía que debía alcanzar mis sueños para pensar luego en ser madre.

II
La mayoría de los vecinos, a pesar de nuestras diferencias y nuestras indiferencias convivíamos en una tranquilidad aparente, en medio de uno que otro desacuerdo, claro está; pero que se lo limaba oportunamente y todo volvía a la normalidad. Hasta que un día llegó un extraño personaje a vivir en una pequeña casa del barrio que había estado desocupada por mucho tiempo.

Era un hombre alto de tez color ceniza, tenía los ojos pequeños que parecían ocultar algo, las manos grandes, como si con ellas pudiera tomar el mundo sin problemas. Su ropa parecía anticuada, tal vez porque le quedaba pequeña y la combinación de colores que utilizaba era espantosa. Los primeros en conocerlo y hablar de él fueron los niños del callejón, porque pudieron ver el momento en que llegaban sus cosas en un camión, una noche calurosa de primavera.

Sergio y yo recién nos percatamos de su presencia en el barrio después de varias semanas, cuando la señora Matilde, que barría nuestra acera nos contó que había sido contratada también por aquel vecino nuevo y que le daba muy mala espina. La curiosidad que caracteriza a Sergio y que muchas veces nos hizo pasar malos momentos, hizo que durante varios días, después de nuestros paseos por el parque con los perros nos quedáramos vigilando por la ventana que daba a la calle, para ver si pasaba el hombre que nos había descrito Doña Matilde.

Después de todo, aquellos días fueron únicos e inolvidables, porque en la espera, después de mucho tiempo, disfrutábamos de largas conversaciones, donde reíamos y comentábamos sobre nuestros sueños, algunos cumplidos y otros tan lejanos todavía o simplemente abríamos nuestros corazones para describir nuestros sentimientos y dejar surgir nuestros deseos.

A pesar de jactarnos, entre nuestros amigos, de una comunicación fluida en nuestro matrimonio, me animo a decir que ésos días fueron los más espontáneos en nuestra relación y los que más contribuyeron a que nuestra unión continúe. Nunca nos habíamos sincerado tanto, aunque no llegamos a un acuerdo definitivo sobre el tema de tener hijos, sentí a Sergio muy cerca y más compresivo que nunca.

La pequeña casa antes deshabitada se encontraba a dos casas de la nuestra, pero del lado contrario a la del doctor, era la propiedad más pequeña de toda la cuadra, supusimos muchas veces que no se había vendido por esa razón y fue una gran sorpresa saber que alguien podía vivir ahora en ella, después de tanto tiempo.

En toda la cuadra, si bien no conversábamos largamente en la calle, como acostumbran los vecinos de otros barrios, Doña Felicia, la esposa del herrero, la esposa del relojero, la Señora Flores y yo nos reuníamos una vez al mes, con excusa de nuestras mascotas y compartir un té. Esto me animaba de sobremanera pues era una excusa para salir de casa con otras personas y para sacar de mi mente mis temores de siempre.

En una de estas reuniones hablamos por primera vez sobre nuestro nuevo vecino; lo primero que comentamos, claro, fue que había algo extraño en él que todos notaban, pero nadie podía precisar qué era, hasta que después de muchas hipótesis  alguien dio cuenta que este hombre no tenía mascotas y se notaba mucho que no le gustaban los animales, tal vez por esto, desde entonces, lo sentimos un ser extraño y misterioso, que no encajaba en nuestro barrio.

No nos hubiese importado si no le gustaran las mascotas y se alejara de ellas, pero cada vez que estaba frente a uno de nuestros perros se notaba la malicia en su rostro. Me acuerdo que una tarde que fui a comprar pan, porque a Sergio se le había olvidado, lo vi salir de su casa y al pasar a la acera de enfrente se encontró con el adorable salchicha del herrero, al que espantó con saña para que le diera paso. La señora Flores me contó que dos o tres veces había visto como echaba con agua hirviendo a los perros del callejón cuando los encontraba olfateando su puerta y otras veces, Don Damián lo había visto pateando a animal que se acercara a su casa.

Sergio y yo no podíamos creerlo, aunque los chismes sobre estas actitudes cada vez se hicieron más seguidas. La verdad es que gracias a nuestro nuevo acercamiento mi marido y yo  estábamos en una segunda luna de miel y casi no salíamos de la casa, sólo para lo necesario y era entonces cuando nos enterábamos de historias macabras que no queríamos creer.

En nuestra siguiente reunión de vecinas tratamos el tema, pero no encontramos solución, porque nadie se atrevía a hablar con tan despreciable personaje y estábamos seguras que nuestras parejas tampoco, porque lo verían como ridículo pelear por animales, además que no había atacado abiertamente a ninguna de nuestras mascotas, sólo a los perros del callejón, que no tenían dueños que les defendieran.

Así fueron pasando varias semanas, pero ya ningún vecino quería dejar salir a sus mascotas solas a la calle por temor de que sean víctimas de aquel hombre despreciable; para Bodoque y Gasparín fue peor porque a ellos les gustaba salir solos de vez en cuando y como no podían, los veíamos tristes y enojados esperando todo el día la hora de nuestros paseos por el parque y cuando por una u otra razón no salíamos, ni nos dirigían la vista, se iban a sus camas sin regalarnos un cariño.

Fueron vanos los intentos en descubrir algo sobre la vida de aquel sujeto; algunos de los vecinos nos organizamos para mover nuestras influencias en instituciones como la policía o la Alcaldía para buscar alguna información pero no logramos nada. Lo único que pudo averiguar Don Damián, es que el nuevo vecino se había comprado un auto a medio uso de un amigo de su compadre y que buscaba un garaje en alquiler cerca al barrio.

Otra estrategia para conseguir algo de información fue que los dueños de las tiendas trataran de hacer conversación y averiguaran algo de su propia boca, pero cuando iba a comprar y se le hacía alguna pregunta, la esposa de Don Eligio aseguraba que daba una excusa ininteligible, pagaba y se retiraba casi escapando. Esto contribuyó a tener más reparos con él, pero al final nuestras manos estaban atadas, sólo nos quedaba esperar.





III

No tuvimos que esperar mucho, lo peor pasó pocas semanas después de descubrir el lado oscuro de este hombre, la perrita de los Flores, no salía sola a la calle nunca, pero un día ardiente de verano, cuando el sol nos castigaba duramente con sus rayos, un plomero que trabajaba arreglando una tubería del baño de la pareja, por descuido, dejó abierta la puerta de calle y la pequeña perrita salió sin sospechar lo que le iba a pasar.

Al verse solo en medio de la vía, el pequeño animal, seguro se desorientó y le invadió el pánico de ver tantos autos gritando con sus bocinas. Don Damián cuenta que la vieron correr hacia la izquierda, luego a la derecha, no se entendía, tropezaba con los pies de los transeúntes buscando un olor que le fuera familiar.

Por su parte, la Señora Felicia nos contó que estuvo así como cinco minutos, nadie la podía tranquilizar, aunque lo intentaron muchas veces los niños del callejón, solo la asustaban más. Entonces, el vecino nuevo salía, seguramente, a algo urgente porque cruzó hacia la vereda como alma que se la lleva el diablo, justo donde la perrita iba y venía. Con la prisa que llevaba no vio al can y sus enormes pies se enredaron en el cuerpo del animal, lo que hizo que la mole de hombre cayera de bruces con un sonido sordo en las rodillas.

Todos los que salimos a ver cuál era el escándalo que hacían los niños del callejón al ver tan asustada a la cooquer, nos quedamos sin aliento. Después de sólo unos segundos y al recobrar el sentido de la realidad, el hombre de las manos descomunales se paró, con la cara roja de vergüenza y rabia; corrió tras el animal que se había parado en seco por el susto y sin pensarlo dos veces la alcanzó con la punta del pie hasta lograr un aullido que hizo despegar a todos los pajaritos que dormitaban en los árboles del parque. Tuvo tal puntería que el pequeño animal cayó sin aliento después de haber sido tocado por su lustrado zapato italiano.

Inmediatamente la calle entera quedó en silencio, sólo los niños del callejón se acercaron a ver a la perrita y tratar de despertarla. En ese momento salió el Señor Flores que al buscar con los ojos a su perrita la encontró tirada en medio de la vereda con sangre que le salía del pequeño hocico. Al principio no supo que hacer y al ver a aquel hombre odioso limpiándose su fino zapato europeo, cerca de su mascota le gritó improperios y le juró venganza. Todos los que estábamos viendo desde nuestras puertas en silencio nos metimos a nuestras casas sin querer aumentar el pleito.

Desde aquel día el sentimiento de impotencia hizo que prometiéramos un pacto silencioso, como si nos hubiéramos reunido todos y nos hubiéramos dado tareas para hacer la vida imposible a aquel intruso que llegó a nuestra calle. Todo comenzó gracias al herrero, que uno de ésos días que llegó más borracho que nunca, empezó un escándalo a eso de las 8 de la noche frente a la casa del perrisida. Parece que éste no estaba porque no se divisaba luz en la casa, por lo que el relojero aprovechó en echar toda su basura en la puerta de este hombre odioso. Sergio y yo vimos esto en un silencio respetuoso.

Después de esa noche algunos continuamos echando nuestra basura en la puerta de su casa, otros tiraban desperdicios de comida en su acera para que los perros de la calle se congregaran en un festín al amanecer, dejando su portón hecho un basural, como nos comentó nuestra barrendera.

Algún vecino más osado creó una forma de que todos los perros orinaran en su puerta, nunca supimos cómo, ni quién lo había hecho, pero era impresionante como todos los perros que pasaban por la cuadra no perdonaban su puerta incluso los nuestros, lo primero que hacían al salir a nuestros paseos era orinar su puerta.

De pronto nadie le saludaba y en ninguna tienda a dos cuadras a la redonda le vendían lo que necesitara, esto me lo contó la esposa del herrero. Poco a poco se fue convirtiendo en una competencia donde merecía más lauros el vecino que encontrara la mejor forma de amargar la vida al intruso, los que más participaban y disfrutaban, claro, eran los niños del callejón que con su picarescas travesuras tenían sin vida al “perrisida”.

La puntuación del vecino que merecía el premio por las travesuras la ponía el relojero porque su tienda estaba justo en frente de la casa de aquel hombre y él informaba a todos los vecinos la peor pasada y quién la había jugado. Lo extraño fue que nadie comentó que el nuevo vecino se quejara con alguien de todas nuestras fechorías.

Poco a poco el juego se fue saliendo de control, al punto de que ya se transformó en una obsesión enfermiza para todos los que vivíamos en esa calle, algo que me llamó la atención fue que en todo este tiempo no vimos a los Flores participar en estos actos, claro que el hombre de las manos descomunales nunca se hubiera atrevido a comprar algo en su tienda o acercárseles siquiera.

Lo que nadie sabía, ni se imaginaba es que durante todo este tiempo aquella pareja tranquila y equilibrada había estado planeando una venganza que iba más allá de la trama  de cualquier película de suspenso, que Sergio y yo habíamos visto en el cine del centro y que disfrutábamos tanto.

Nunca, ningún vecino hubiera imaginado que aquellos adorables ancianos fueran capaces de semejante plan, especialmente porque parecía algo tan bien planificado que tenía la característica del crimen perfecto, pero fuera de la ficción sabemos que esto no existe.

Después del incidente con la perrita, los ancianos no habían abierto su tienda, estaban en un luto cerrado. En nuestra reunión de los sábados hablamos de esto y a todas nos preocupaba su silencio y su encierro, no nos parecía sano, pero tampoco nos animamos a tocar su puerta. Sólo después de varias semanas los vimos salir, pero se los veía extraños sombríos, como nunca se los había visto antes.

Pasaron así algunos días y nadie parecía saber qué hacer para buscar un encuentro y consolarlos, aunque tampoco estaba en nuestras manos. Pero después de unos días, nuevamente, desaparecieron y fue en ese ínterin en el que todo sucedió.
IV
Era una tarde oscura, en la que las nubes cubrieron el cielo con un telón gris premonición para la tragedia. Poco a poco la lluvia fue cayendo hasta desencadenar en una tormenta impetuosa. Cuando esos días llegaban, Sergio y yo nos encerrábamos en el cuarto y no salíamos a ningún lado; pero ése día después de varias horas de tormenta y de un cese repentino de la lluvia, escuchamos los gritos de la gente que sobrepasaron el estruendo de los últimos truenos que anunciaban el término definitivo de la tempestad.

Salimos a la calle, como presintiendo una tragedia, Bodoque y Gasparín también corrieron detrás nuestro, curiosos y desesperados. Al salir encontramos mucha gente reunida a pocos metros de nuestra puerta, formaban un círculo perfecto, algunas mujeres gritaban consternadas, escuchamos a la ambulancia que llegaba rápidamente. No pudimos acercarnos demasiado para saber quién era el herido, pero encontré ese horrible zapato italiano que tenía aquel hombre y pensé lo peor.

Lo primero que se me ocurrió fue que había sido otra de las maldades que hacíamos a este hombre pero que se había convertido en hecho vandálico, no podía imaginar quién habría podido ser capaz, entonces pensé en los Flores y todo encajó.

Después de todas estas cavilaciones tenía que ver si todavía estaba vivo y fui haciéndome lugar para acercarme, de pronto frente a mí como uno más de la multitud vi aquel hombre que estaba de rodillas y tenía la cara blanca sin ninguna expresión, entonces me sentí tan confundida, no entendía nada.

En ese momento escuché la voz de Sergio que me llamaba para abrazarme, al principio no lo entendí, pero luego al dar la vuelta la cara mis ojos tropezaron con aquel cuadro aterrador, donde se encontraban dos niños que habían sido atropellados y estaban bañados en sangre. Eran la parejita que siempre estaba jugando en la calle, lo peor era que se escuchaba sus gemidos suaves como susurros en la oscuridad.

Entonces vi como sus lágrimas limpiaban la sangre de sus caritas indefensa; entonces entendí la consternación del nuevo vecino, él debió ver cuando los niños fueron atropellados.

Nadie se acercaba a los niños, como si tuvieran una enfermedad contagiosa, sólo se escuchaba los chillidos discordantes de la madre que estaba tan ebria que no se entendía ella misma. Algunas personas trataban de tranquilizarla, mientras otros le reñían por su descuido, como si alguna de las dos cosas pudiese mitigar el dolor de los niños, los más nos quedamos paralizados por el espectáculo que nunca imaginamos ver en nuestro tan tranquilo barrio.

Entonces, en medio de esa locura, escándalo y desconcierto vi como  atravesando las piernas de los curiosos se abrían campo los perros del callejón, los cuatro empujando aquellos pies inhumanos. Los vi acercarse a los pequeños cuerpecitos, los olfatearon como queriéndoles reconocer y lamieron un poco sus heridas para luego sentarse junto a ellos y tratar de mitigar su dolor con el calor de sus cuerpos.

Nunca podré olvidar aquella imagen. Ahora, no recuerdo siquiera cómo fueron llevados al hospital, sólo quedó en mi memoria aquella mirada de esos cuatro perros cuidando a esos niños, que nadie más cuidó; protegiéndolos como nadie más en el barrió los protegió, amándolos como ningún vecino más los amó.

Entonces, aquel hombre de manos descomunales y el tonto juego que habíamos estado jugando todos en el barrio me pareció tan burdo y vacío, fue en ese momento en que me di cuenta cuán inhumanos habíamos sido todos, comparados con los perros, que fueron más piadosos que nosotros con aquellos niños.

V
Después de estos desastrosos acontecimientos decidí alejarme de todos los vecinos, ya no fui nunca más a las reuniones de los sábados; sólo los veía por casualidad en la calle y los saludaba respetuosamente, pero lo más rápido posible.

Después de mucho tiempo nos enteramos que el que debía ser atropellado era el “perrisida” que así lo habían planeado lo Flores, pero que un mal cálculo había traído la desgracia al barrio. Creo que la policía nunca se enteró de esto y el nuevo vecino desapareció como por arte de magia de nuestras vidas.

Un par de meses más tarde, Sergio consiguió un mejor trabajo en otra ciudad, por lo que tuvimos que mudarnos al campo, alejados de las vías llenas de autos y de calles con muchos vecinos. Por mi parte después de aquel incidente, que nunca conseguí borrar de mi mente, me dediqué a escribir cuentos para niños, siempre con finales felices. Tenía la más hermosa inspiración, el nuevo ser que llevaba en mi vientre y al que iba a obsequiarle la amistad de nuestros perros, porque estaba segura que serían sus mejores amigos y los más fieles protectores.